jueves, 10 de mayo de 2007

¿sabes dónde estoy?




¿sabes dónde estoy?

La verdad es que tenía un aspecto lamentable con todos esos tubos y cables. Había intentado arrancárselos miles de veces. Muchas lo consiguió. ¿estar atado él? ¿¿él?? ¿el mismo que nadaba hacia dentro del mar sin miedo, el que se lanzaba conmigo desde un acantilado sin saber a ciencia cierta qué se encontraría en el fondo? ¿el que me llevaba en Vespa sin rumbo fijo hasta que nos quedábamos sin gasolina o sin preocupaciones? No. Él no había nacido para estar lleno de tubos y cables y, aún así, lo estaba.

Porque ya sólo tenía fuerzas para respirar dos veces por minuto.

Lo miraba. Observar a alguien en coma es como esperar a que se mueva una flor por un tropismo. Es esperar para nada. Aunque hubiese un mínimo cambio, no te percatarías ni de coña. No se puede ser más imbécil.

Tengo la cabeza apoyada en su regazo y una de sus manos en mi espalda. La otra, la agarro con desgana. De vez en cuando, le acaricio el brazo. Está frío y amoratado e intento darle calor.
Me siento inútil por no conseguirlo.
Lo había hecho muchas veces, pero ahora estaba fuera de lugar.
Y de tiempo.

Estaba exhausta. Y debo confesar que llegué a plantearme darle a la coca para aguantar tanto tiempo sin dormir. Esperando, esperando a nada. Con lo poco que me gusta a mí esperar. Hace días que decidí salir de ese error de redundancia cíclica y vagar sin rumbo fijo de nuevo, empalmando estados de ánimo, gente diversa y alcohol. Incluso me lié con algún que otro tío la noche anterior. Ni siquiera recuerdo su nombre, lo único que almacené de él es que me dijo que “calle” en vasco se dice “kalea”.
Y yo creía que sabía ya todas las connotaciones del surrealismo.

Acabé tirada en la playa. No sé quién me encontró. Hay escenas que no consigo recordar de esos horribles días y por algo será. Pero sé que unas horas después estaba en Alicante, a cincuenta kilómetros de aquel hospital, con Itziar gritándome que si seguía así me iba a morir yo también.

Ese “también” implicaba que todo el mundo sabía algo que yo me negaba a aceptar.
Ese “también” sonó demasiado chirriante en mis tímpanos.
También.
También.
T-a-m-b-i-é-n.

Itziar fue la misma que me devolvió a ese hospital de paredes blancas y olor a contenedor de residuos órgánicos que me daba ganas de vomitar. Y cada vez que entro a un hospital, da igual donde esté, tiene el mismo asqueroso olor que me recuerda por qué odio esos malditos edificios con la calefacción a tope todos los días del año y las ventanas selladas.

Y allí estaba de nuevo, intentando dar calor a alguien que, inexplicablemente estaba en ese estado vegetal. Dos semanas antes había empezado a cambiar, se cayó de la moto cuando intentó demostrar que estaba perfectamente como excusa para no acudir al hospital. Y ese mismo día, cuando estábamos él y yo solos en el salón, lo miré fijamente durante algún tiempo, le acaricié la espalda y, por primera vez, olí el miedo de quien jamás había temido a nada. Y fue tan fuerte esa sensación que debía ser tan grande como el propio miedo. Todo el miedo del mundo.

No le dije nada. Aunque hubiese querido, no podría, estaba sobrecogida al ver a la persona que me había inculcado tantos valores mirándome como un perro abandonado. Lo abracé y, cuando salió por esa puerta, algo me dijo que no volvería a entrar.
Pero supuse que estaba siendo tremendista al pensarlo y lo olvidé.
¿Cuánto daño es capaz de hacer un presentimiento?

Calor visceral.
Calor enfermo.
Calor de emergencia.
Pero nada. Seguía frío.
Y yo exhausta.

Me entretenía escribiéndole en el brazo mensajes secretos, como cuando yo era pequeña y me hablaba de todas esas historias acerca de cómo había conseguido las Vespas y del río donde uno se lanzó desde tan alto que explotó. Me encantaban esas historias porque eran bizarras y desagradables, pero entrañables de algún modo especial que sólo puedes sentir si te flipa la cara que pone cuando te las cuenta. Me entretenía escribiéndole mensajes horas y horas, por si en el fondo estaba pendiente de ellos y se olvidaba del dolor, si es que a esas alturas conseguía notar dolor.

Hacía tiempo que yo no abría la boca. Pero me levanté y cogí las llaves de la moto y las hice sonar.

– ¿qué haces? ¡Te van a llamar la atención por el ruido! - dijo alguien.
– El silencio de este sitio es mucho más molesto que el ruido de las llaves. Vámonos de aquí, papá. Deja esta mierda y vámonos en moto que tiene el depósito lleno. Vámonos, sácame de aquí, papá.

No paraba de gritar y de repente todos se pusieron a llorar. Y yo les dije que me resultaban patéticos ellos y su victimismo, que me daban tanto asco como las ventanas selladas y que ellos se podían quedar aquí lamentándose toda la vida, pero que nosotros nos íbamos.

– ¿A que sí, papá, a que tú y yo nos vamos?
– ¡Déjalo ya! ¡Para!

No sé por qué acabamos todos discutiendo si yo decía una verdad como un templo. El caso es que mi padre agarró mi mano muy fuerte, y con la otra se estiró de los cables, mientras se levantaba. Joder, menuda cara de idiotas se les quedó a todos. Ocurrió en un momento, en unos segundos de nada, casi como estornudar. Después, cayó como un plomo de nuevo.

Esa fue la última vez que mi padre se movió. Llamaron a los médicos y todo, pero decían que no podía haber pasado. Ahora resulta que fue fruto de una alucinación colectiva, que nuestro camello era la hostia por pasarnos una droga tan buena. Pero éramos muchos y todos lo vimos. Y los cables estaban fuera. Así que, podían pensar lo que les diese la gana, pero negar que eso había pasado no, porque resulta que sí, había pasado.

Tres horas más tarde las dos respiraciones por minuto dejaron de acontecer. Y mi padre dejó por fin esa cama de mierda y esos cables y tubos que le daban un aspecto lamentable. Y todo el mundo volvió a llorar. Y yo, yo salí corriendo mientras repetía ¡joder! ¡joder!. Y al final del pasillo me clavé de rodillas en el suelo, en plan soy el juguete de la fortuna o algo así, no sin antes haber empujado a todas las personas que intentaron frenarme. Sólo cuando paré llegó Itziar, y luego Marga y Alicia. Y luego mi hermana y luego más gente que simplemente venía a echar un vistazo. Y miré a mi alrededor y todo el mundo lloraba, hasta la gente que no me había visto en mi vida, incluso aquel chico que me pidió cambio para el café. Y entonces entendí que había dado la mayor pena del mundo. Daba lástima. Con lo que me jode. Me jode más que tener que esperar.

No sé si fue por acto reflejo, pero cuando salí de allí sólo se me ocurrió meterme en el agua. Es lo que hago para organizar ideas. Y luego vino mi hermana y me dijo que si había conseguido levantar a una persona en coma vegetativo es que yo era Dios.

Ha pasado mucho tiempo y Dios es ahora una poppy con Crohn que sólo hace milagros para llegar a fin de mes. Sí, ha llovido mucho desde entonces. Los Piratas se separaron. España volvió a quedar eliminada en cuartos. Yo cumplí los 18, los 19 y todos los demás, y juré y perjuré exprimir hasta el último día de mi vida. Y me esforcé por dejar a un lado las palabras y comunicarme por miradas y tactos, para escuchar justo lo que no se dice. Para vivir dando rienda suelta al subconsciente, emocionalmente, para, telepáticamente, nadar en la playa todos los días.

Sé que a veces puedes escucharme.
Con las olas.

Se acerca tu cumpleaños y sabes que no pienso llevarte flores a aquel lugar. Porque sé que no estás ahí, que te dedicas a gastar tu tiempo con una Vespa celestial a la que no se le acaba la gasolina. Los dos estamos contentos con eso, es un plan mejor que andar metido en una caja, que no eres un atún en escabeche.

Es de noche y me ha costado mucho escribir esto. Y, mientras le daba vueltas sobre la conveniencia de hacerlo o no, deseé con todas mis fuerzas volver a la playa, aunque sólo fuese el tiempo que dura la canción más corta de Iván. Y, ¿sabes?, recibí una llamada de alguien muy importante:

– ¿si?
– No digas nada. Sólo escucha.

Se oía muy mal, pero se distinguía ese sonido inconfundible.

– ¿sabes dónde estoy?
– En...la playa.
– Es genial, no me lo creo, en serio, es una pasada. Genial. Mira, me estoy mojando el bajo de los pantalones, espera, ¿lo oyes? ¿lo oyes? ¡Jajaja! Me estoy empapando, jajaja. ¿lo oyes?
– Sí, lo oigo.
– Sólo te llamaba por eso. Espera, óyelo una vez más... Ahora sí, buenas noches.

Empecé a llorar y a reír a lo bestia, de la manera más pura que se puede llorar y reír, como esos dos hermanos que se encuentran después de cuarenta años en “Sorpresa, Sorpresa”, pero sin musiquilla melodramático-pastelosa de fondo. Y, ciertamente, era genial.

¿a que a ti también te parece genial?
Pues eso, que este es mi regalo para ti, papá.

Las mejores cosas del mundo no hay huevos de encontrarles sentido. Estas deseando transportarte a la playa y te llaman desde allí para que la oigas. Estás en coma y te levantas como si estuvieses en el sofá de tu casa y fueses a por una cerveza al frigo. Pasan así porque tienen que pasar, porque vienen a tomarte el pelo primero y luego a cambiarte del todo, a sacudirte toda la mierda que puedas haber sentido alguna vez para darte una nueva oportunidad de comerte los días como un cóctel de gambas. Y si no sigues ese impulso la estás cagando. Y si pierdes el tiempo en buscarle la lógica, jamás recibirás una llamada que te haga oir el mar, ni aquella canción de los Piratas que ponían en el Sugarpop a las cuatro de la mañana. Ni tendrás unos patucos monísimos. Ni un Elvis saliendo de una taza en medio del océano. Ni las manos llenas de agua. Ni siquiera tendrás nada a tu alrededor que puedas calificar de miríade, ni podrás ocupar los días decidiendo qué cd de los Piratas pondrá música a tu sórdido futuro en algún lugar de playa que suene raro, como Matalascañas.

Felicidades papá.
No olvidaré aquello Itziar.
Gracias Suzan.

¿sabes dónde estoy?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Historia parecida, pero con distintos protagonoistas.
Mi mejor recuerdo:años 70, agosto, él descansando en una amaca respirando la brisa fresca de la noche y yo intentando dormir sobre su pecho. De fondo, en una discoteca cercana, suena música de Carlos Santana "Europa". Música para bailar "agarrados".

Un beso diablillo

chá dijo...

un beso...suerte